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El hombre es en el fondo un animal salvaje, una fiera. No le conocemos sino domado, enjaulado en ese estado que se llama civilización. Por eso retrocederemos con terror ante las explosiones accidentales de su naturaleza. Que caigan, no importa cómo, los cerrojos y las cadenas del orden legal, que estalle la anarquía, y entonces se verá lo que es el hombre.
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La organización de la sociedad humana oscila como un péndulo entre dos extremos, dos polos, dos males opuestos: el despotismo y la anarquía. Cuanto más se aleja del uno, más se aproxima al otro. Entonces se os ocurre que el justo medio sería el punto conveniente. ¡Qué error! Estos dos males no son igualmente malos y peligrosos. El primero es infinitamente menos de temer. En primer término, los golpes del despotismo no existen sino en estado de posiblidad, y cuando se manifiestan con hechos no alcanzan más que a un hombre entre millones de hombres. En cuanto a la anarquía, son inseparables la posibilidad y la realidad: sus golpes alcanzan a cada ciudadano todos los días.
La especie humana está para siempre y por naturaleza condenada al sufrimiento y a la ruina. Aun cuando con ayuda del estado y de la historia se pudiesen remediar la injusticia y la miseria hasta el punto de que la tierra se convirtiese en una especie de Jauja, los hombres llegarían a pelearse por aburrimiento, a precipitarse los unos contra los otros, o bien el exceso de población traería consigo el hambre, y ésta los destruiría.
La especie humana está para siempre y por naturaleza condenada al sufrimiento y a la ruina. Aun cuando con ayuda del estado y de la historia se pudiesen remediar la injusticia y la miseria hasta el punto de que la tierra se convirtiese en una especie de Jauja, los hombres llegarían a pelearse por aburrimiento, a precipitarse los unos contra los otros, o bien el exceso de población traería consigo el hambre, y ésta los destruiría.
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Es raro que un hombre reconozca toda su espantosa malicia en el espejo de sus actos. ¿Pensáis de veras que Robespierre o Bonaparte, o el emperador de Marruecos, o los asesinos que suben al patíbulo, son los únicos malos entre todos los hombres? ¿No veis que muchos harían otro tanto si pudiesen?
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Propiamente hablando, Bonaparte no es más malvado que muchos, por no decir que la mayoría de los hombres. No tiene más que el egoismo tan común, que consiste en buscar su bien a expensas de los demás. Lo único que le distingue es una fuerza más grande para satisfacer esa voluntad, una inteligencia mayor, una razón más grande, un valor superior. Además, el azar le daba un campo favorable. Gracias a todas esas condiciones reunidas, hizo en pro de su egoismo lo que otros mil apetecerían pero no pueden hacer. Todo granuja que con su malicia se proporciona la más ínfima ventaja con detrimento de sus camaradas, por mínimo que sea el daño que cause, es tan malo como Bonaparte.
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Si gustáis de planes utópicos, os diré que la única solución del problema político y social sería el despotismo de los sabios y de los justos, de una aristocracia pura y verdadera obtenida mediante la generación por la unión de los hombres de sentimientos más generosos con las mujeres más inteligentes y agudas. Esta proposición es mi utopía y mi república de Platón.
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