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Ha sido justo debajo de mi ventana. Primero fue ruido de chirriar de neumáticos y el de chapa que se abolla y estrépito de cristales rotos en algún lugar cercano y enseguida ha aparecido un hombre joven que malcorría cojeando desalado y tras él persiguiéndolo un policía nacional y luego otro; a vista mía lo han podido coger derribándolo al suelo con violencia tal cual se hace a la res en el rodeo y como ella él pataleaba epiléptico y con igual peligro. Lo han calmado aplicándole un par de gomazos de terapia y es entonces cuando rasga el aire el chillido agudo de un ¡asesinos! que venía de encima de mí mismo. ¡Señora, este cabrón es un violador reclamado y ha intentado matarnos echándonos el coche encima! responde uno de los policías con ira hacia lo alto y hacia la nada que la señora se había ocultado como pude comprobar avizorándola incómodo con el pescuezo estirado y ese es otro de mis agravios. Ellos se fueron con el presunto ya engrillado dócil y sumiso y yo he vuelto a otras cosas con el íntimo lamento de por qué no violarían a base de bien y en su día -que ahora no hay cristiano a quien pueda apetecerle- a esa mi vecina.
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