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Ayer tarde estábamos esperando que abrieran el despacho de loterías en la barriada y desde la tercera o cuarta planta de un edificio que quedaba casi frente a donde nos encontrábamos venía el trompeteo de una bronca en la que se distinguían claramente el agudo de una voz femenina y otra baja, contenida y amenazante de hombre enfurecido. Miramos hacia arriba con curiosidad y solo se veía el balcón al que daba la puerta abierta por donde seguían saliendo los gritos y denuestos. Ya ve, don, a lo que hemos llegado, me dice el vejete con el que espero. Ya no hay educación y no les importa que todo el mundo se entere de sus jaleos. Nos han llenado esto de gentuza de fuera, de Dios sabe dónde, créame, solo basura. Antes todos nos conocíamos y no se veían estos escándalos, don, había respeto... y luego dicen de Franco ¡un Franco necesitamos en cada barrio! Sin hacerle apenas caso que me molesta su discursillo nostálgico y xenófobo yo sigo atento escuchando el tiberio ya medio apaciguado procedente del piso y veo que alguien sale del interior al balcón somero y mira hacia abajo, un hombre con solo el pantalón puesto y seguramente descalzo que agarrado al hierro de la mínima balconada escupe con ganas hacia nosotros, como adivinando, creo, y se mete dentro: un hombre joven, alto, atlético y negro.
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