- LA INTELIGENCIA Y EL CARÁCTER EN LA ACCIÓN POLÍTICA. [I]
Me sería difícil pasar la vida en una celda, ni en una jaula aunque fuese de oro, devorando a solas pasiones insatisfechas; y si una potencia incontrastable me recluyera en una torre, cargado de grillos, mezclaría como Segismundo el fragor de mis cadenas a los gritos de protesta contra la iracundia del destino. A ningún afán de nuestro tiempo creo que soy ajeno, a ningún dolor; además, no quiero serlo. Frecuentar los caminos todos que solicitan mi curiosidad; comprobar por mis ojos y corregir con mis manos aquello que me estimula o me estorba y me aflige, es una propensión saludable del temperamento, cohibido en demasía por la educación del «qué dirán»; es el desquite, o mejor el rescate de la curiosidad misma, que de otra manera se convierte en la impiedad de los dilettanti, caterva «baldía, atildada y meliflua» que dijo Cervantes, propuestos, por temor a fracasar, al fracaso absoluto. Una sola cualidad envidio: el temple generoso de quien se gasta cotidianamente y no se preserva. A un personaje detesto: al que corre por sus carriles en la vida ondeando la banderola verde de la precaución.
Esto quiere decir, en primer término, que estoy perdido para la posteridad. Ni obras ni memorias. Este mes de febrero soy tan de 1924, que el año próximo ya no seré, como no será el año que estoy viviendo. Hay quien atesora celebridad para después de la muerte; es repulsivo, como otra forma de la avaricia. Me place la esperanza de disolverme en mi tiempo, como la seguridad de disolverme un día en la tierra. Mis sobrinos no alcanzarán pensiones del estado invocando el lustre de mi apellido. La más triste cosa es legar un sarcófago célebre a las profanaciones venideras. Y si a la hora de la muerte estoy con ganas de hablar, no diré, como Montaigne: «Me hundo estúpidamente en la Nada»; reemplazaré ese adverbio con otro que exprese menos descontento, porque es propio del amor apasionado de la vida el furor sombrío con que uno se destruye enteramente cuando ya no puede, ni siquiera con el pensamiento, gozarla. Antes que un vestigio lastimoso en la existencia de los demás, es preferible no ser nada.
Quiere decir, en segundo término, que no ando por los limbos de la ironía, aunque algún escritor me confirme de irónico. No soy indulgente, no transijo, no perdono; tengo la soberbia fácil; tanta ingenuidad es inconciliable con la ironia. Practico la regla calderoniana de volcar la mesa si alguien delante de mí vuelca una silla; si las mesas están agarradas al suelo con grapas de hierro, la culpa no es mía. Conocida es la anécdota de los campesinos de la Turena a quienes prohibían bailar. Prohíbase mañana bailar a los campesinos toledanos, mis amigos, y han de verme entrar en una cólera desordenada y afrontar los sacrificios más dolorosos. Mientras tanto, no. Hay que proporcionar la grandeza de los medios y su violencia a la magnitud de las ocasiones.
Alguna vez me he empeñado, lejos de los libros y de los tocamientos literarios en los cafés, en las faenas primarias de la acción política: reclutar votos, pronunciar arengas, inculcar en los auditorios la resolución de dar un paso un paso breve en el camino de una idea. Ya está dicho. Para mí, la acción política es un movimiento defensivo de la inteligencia, oponiéndose al dominio del error. Cualquier pugna política, despojada de sus apariencias, se resuelve en una contienda entre lo verdadero y lo falso. El divorcio entre el pensamiento y la acción, si se presenta como necesario, es una arbitrariedad. Dentro del orbe en que se mueve, el pensamiento que no se incorpora en hechos, en una creación aborta; y más que en ninguno, en el orbe político, donde la especulación pura trasciende al mundo moral y a la vida práctica. Todo hombre normal ―como no esté enfermo de vanidad melindrosa― es capaz de ese desdoblamiento tan sencillo que le permite aplicarse a poner en planta las cosas en que su pensamiento se recrea, sin que el pensamiento lo embarace; antes al contrario, saca de él un ímpetu más fuerte para la acción. Solo quien está poseído por la verdad puede ser intransigente, fanático, o como suelen decir, sectario.
[Continúa]
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Solo dos mínimas glosas:
Si el 'cualquier tiempo pasado fue mejor' en otros órdenes de la actividad humana puede ser puesto en la picota, en cuanto a la política y a su representación que en este país se encarna en quien dirige la acción del Gobierno, no solo es verdadero: es casi aterrador.
Y, considérese cuan lúcida y qué tremenda es la frase final del fragmento que se ha transcrito: 'Solo quien está poseído por la verdad puede ser intransigente, fanático, o como suelen decir, sectario.'
Esto quiere decir, en primer término, que estoy perdido para la posteridad. Ni obras ni memorias. Este mes de febrero soy tan de 1924, que el año próximo ya no seré, como no será el año que estoy viviendo. Hay quien atesora celebridad para después de la muerte; es repulsivo, como otra forma de la avaricia. Me place la esperanza de disolverme en mi tiempo, como la seguridad de disolverme un día en la tierra. Mis sobrinos no alcanzarán pensiones del estado invocando el lustre de mi apellido. La más triste cosa es legar un sarcófago célebre a las profanaciones venideras. Y si a la hora de la muerte estoy con ganas de hablar, no diré, como Montaigne: «Me hundo estúpidamente en la Nada»; reemplazaré ese adverbio con otro que exprese menos descontento, porque es propio del amor apasionado de la vida el furor sombrío con que uno se destruye enteramente cuando ya no puede, ni siquiera con el pensamiento, gozarla. Antes que un vestigio lastimoso en la existencia de los demás, es preferible no ser nada.
Quiere decir, en segundo término, que no ando por los limbos de la ironía, aunque algún escritor me confirme de irónico. No soy indulgente, no transijo, no perdono; tengo la soberbia fácil; tanta ingenuidad es inconciliable con la ironia. Practico la regla calderoniana de volcar la mesa si alguien delante de mí vuelca una silla; si las mesas están agarradas al suelo con grapas de hierro, la culpa no es mía. Conocida es la anécdota de los campesinos de la Turena a quienes prohibían bailar. Prohíbase mañana bailar a los campesinos toledanos, mis amigos, y han de verme entrar en una cólera desordenada y afrontar los sacrificios más dolorosos. Mientras tanto, no. Hay que proporcionar la grandeza de los medios y su violencia a la magnitud de las ocasiones.
Alguna vez me he empeñado, lejos de los libros y de los tocamientos literarios en los cafés, en las faenas primarias de la acción política: reclutar votos, pronunciar arengas, inculcar en los auditorios la resolución de dar un paso un paso breve en el camino de una idea. Ya está dicho. Para mí, la acción política es un movimiento defensivo de la inteligencia, oponiéndose al dominio del error. Cualquier pugna política, despojada de sus apariencias, se resuelve en una contienda entre lo verdadero y lo falso. El divorcio entre el pensamiento y la acción, si se presenta como necesario, es una arbitrariedad. Dentro del orbe en que se mueve, el pensamiento que no se incorpora en hechos, en una creación aborta; y más que en ninguno, en el orbe político, donde la especulación pura trasciende al mundo moral y a la vida práctica. Todo hombre normal ―como no esté enfermo de vanidad melindrosa― es capaz de ese desdoblamiento tan sencillo que le permite aplicarse a poner en planta las cosas en que su pensamiento se recrea, sin que el pensamiento lo embarace; antes al contrario, saca de él un ímpetu más fuerte para la acción. Solo quien está poseído por la verdad puede ser intransigente, fanático, o como suelen decir, sectario.
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Solo dos mínimas glosas:
Si el 'cualquier tiempo pasado fue mejor' en otros órdenes de la actividad humana puede ser puesto en la picota, en cuanto a la política y a su representación que en este país se encarna en quien dirige la acción del Gobierno, no solo es verdadero: es casi aterrador.
Y, considérese cuan lúcida y qué tremenda es la frase final del fragmento que se ha transcrito: 'Solo quien está poseído por la verdad puede ser intransigente, fanático, o como suelen decir, sectario.'
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