jueves, julio 02, 2009

Nada.

   Muy temprano, apenas ha empezado a amanecer el domingo. El ruido debió haberme puesto sobre aviso. En mi paseo primero con los perritos doblo la esquina y lo descubro al otro lado de la calle, acuclillado, jadeante, de cara a la persiana metálica del comercio de ordenadores que ya ha conseguido casi forzar, desencajada con lo que vislumbro es una barra de hierro o de acero, eso que le dicen pata de cabra. Sin poderlo evitar le lanzo un más sorprendido yo que sorpresivo para él -¡Pero qué haces!- Y se vuelve e incorpora lentamente con su herramienta en las manos y una sonrisa idiota en la cara, una cara que me es conocida, una de tantas caras de chicos malos que veo en mi barrio. Me quedo quieto a la espera de lo que suceda y pensando que tengo que hacer algo y rápido si él alza la barra y se me llega. Mas no sucede nada. Se me va acercando y no dejamos de mirarnos, pasa a solo un par de metros, abre la puerta de un coche allí aparcado, suelta la pata de cabra dentro, se sube y arranca ruidoso calle abajo. Yo sigo calle arriba con mis animalitos y testigo de lo sucedido queda la persiana medio arrancada en su parte baja.

   No más tarde del martes siguiente, este martes último, lo he visto de nuevo, al mediodía, sentado al sol en las escaleras que dan a una plazuela nuestra con otros dos ruinas y una muchacha de las de ellos que yo conozco muy bien, fumando de lo suyo, luciendo en sus torsos desnudos y ella en lo mucho que se ve de sus jóvenes pechos un tostado veraniego. -¡Qué pasó!, -me dice otra vez sonriendo pero ahora con astuta y amistosa retranca. -Nada, -le contesto. La chica me guiña un ojo y yo le devuelvo el guiño, los dos sin disimulo. Y sigo mi camino.

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