viernes, septiembre 28, 2012

Sonrisas.

 
 La paseaba al sol de la Rambla. Yo iba con ellas y nos cruzamos con una mujer joven que le daba el brazo a una anciana y se sonrieron mirándola; luego llegamos a la altura de tres viejos sentados en uno de los bancos del paseo y también al mirarla sonreían; y sonreía el jardinero que con un brote de arbusto podado se acercó a ponérselo en su manita y casi una risa loca se le escapó a la chica perseguida por su novio, o solo su amigo, y que se refugiara tras el cochecito en el que iba la niña diciéndole ¡qué mona! Y cuando le hice patente a la madre, cínica y brillante, ese hecho de tantas sonrisas me explicó que era así cada vez que la sacaba a la calle. Que era lo que sucedía de forma invariable desde que para evitarse preñez y el parir la trajera del Congo exbelga, de una casa de acogida misionera en lo más profundo de la selva; y se sonríen, sabes, por ser yo tan blanca y tan guapa y ella tan feíta y tan negra.

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