'Camaradas de la ruta jacobea...'
III
Podría escribir aquí de los distintos tramos del itinerario, mas no he de hacerlo: no de los robledales de Navarra o de las feraces campiñas de la Rioja; tampoco de las tierras dilatadas de Castilla y de León ni de las aldeas ancestrales de Galicia; no describiré curiosidades como la fuente del vino, el roble del peregrino, la cruz de hierro o el arco de los antoninos, y no quiero escribir de los cantos gregorianos que te despiertan de amanecida en un refugio, o de cantos igualmente solemnes de misa de peregrinos resonando bajo las altas bóvedas, rebotando en las masivas paredes, perdiéndose en oscuras capillas de una colegiata en el inicio y de una catedral en el final. En cualquier guía se recoge todo ello y muchísimos más datos y detalles, algunos ordinarios y sencillos y otros, sin duda, pintorescos.
Quiero yo, por contra, escribir de camaradas de la ruta jacobea sacados del anónimo peregrinar. De José Ramón, leonés, compañero de Roncesvalles a Estella donde se rindió exhausto, industrial todavía joven retirado de los negocios por decisión propia, con inquietudes literarias y amante del siglo XVIII español y de la ingeniería militar. Entrando en Pamplona me decía señalando una torrecilla en las murallas: 'Mira, eso es una barbacana, para defender la puerta ¿sabes?', y, enseguida, 'Y eso un glacis, esa explanada limpia y sin obstáculos para impedir que se acerquen a cubierto los posibles atacantes', y luego dirigiendo su bordón[5] hacia un saliente en el lienzo pétreo, 'Es un baluarte, obra fortificada pentagonal; observa que está precisamente donde se juntan dos muros o cortinas'. Cuando pisamos los restos de calzada romana que se conservan en Cirauqui, le digo: 'Los romanos crearon un imperio que duró mil años porque fueron sobre todo grandes constructores de puentes y calzadas. César era pontifex maximus, el constructor de puentes'; me mira y dice: 'Eso está muy bien', y yo añado que esa cita no es de mi cosecha, que la espigué en André Maurois[6]. Sintió no haber escuchado conmigo al coro de un college norteamericano que interpretó espirituales negros y jazz aquella tardenoche tras la misa de las ocho en la iglesia de San Cernín, al pie del aposentamiento, pero es que aun fatigado y dolorido como estaba había ido a estudiar fortificaciones navarras, justamente del siglo XVIII. Cortés, amable, algo excéntrico, una mínima diferencia de criterio en comentarios sobre literatura tuvimos en esos días: a él le gusta la obra de Camilo José Cela y a mí no me entusiasma nada.
Escribo de la joven brasileña innominada, ojos hondos y tristes, desvalida, que a la salida de Zubiri estaba en un sendero resbaladizo y encharcado pisando el barro como de puntillas, melindrosa, sin apoyo, 'Debiera salir de aquí y tomar la carretera que ya está seca', le dijimos, 'Y no ir sola, y llevar un palo o bordón para apoyarse'. '¿Un bordón? ¿Aquí lo venden?' nos dijo modosa y obediente en mitad de aquella senda; pobre muchacha a la que vi algún día después en el refugio burgalés arrebujada en su litera, enfebrecida, a donde debía haber llegado Dios sabía cómo dado su estado.
Y de la alemana de Dresde a la que acompañé unos pocos kilómetros entre Navarrete y Nájera, última y casi descolgada componente de la peregrina procesión que desfilaba ante mí sentado al sol en un ribazo; madura, muy forrada de anorak, muy tocada de sombrero, muy cruzada de correas mochileras me admitió a su lado con alguna indiferencia; no hablaba ni palabra de español y yo hablo igual el alemán; por señas me solicitaba el nombre en castellano de los árboles, arbustos y yerbajos que ornaban el camino: 'Chopo', le digo, y señalo con el palo uno esmirriado. 'Soopo', pronuncia ella sonriente. 'Cerezo', digo yo, 'Zegueso', dice ella; 'Ortiga', y ella, algo parecido. 'Margarita', indico displicente señalando lo que a mí me parece una muy hermosa. 'No, no, maggaguita, no' dice alborotada. Y tiene razón, aunque yo no sé qué flor es aquella que la alemana me nombra en su germánica habla. Y así queda la cosa. Llegamos al casco viejo de la villa y ella me da a entender que quiere ver los inevitables monumentos: Santa María la Real con su claustro de los Caballeros, etc. etc., que a mí, entonces, me interesan poco, que los tengo ya vistos y me urge hacer los 20 kilómetros que llevan a Santo Domingo de la Calzada donde me esperan familiares y recuerdos de niñez y adolescencia. Cuando le hago saber que me voy, hace un gesto mezcla de despecho y de desprecio; pues qué se le va a hacer, también esto es Camino, un conocer y olvidar continuos, frustrantes y entristecedores y que sin embargo liberan y enaltecen.
Y escribo de Carlos, maratoniano aficionado de Guadalajara con quien caminé de Carrión de los Condes hasta Astorga, andarín fuerte y duro, incansable y en aquellos días bonancibles con un absurdo paraguas tipo inglés sobresaliendo en la mochila porque, decía, 'Allí en invierno llueve mucho y yo, cuando voy a pie a nuestra finca, siempre lo llevo; lo prefiero a un chubasquero'. Como seguía sin llover, pensó en tirarlo, y yo se lo impedí pues sabía que no íbamos a tener lluvia mientras portara ese paraguas; él, que tenía una espina clavada muy hondo porque al Mexicano (no supe su nombre propio) piloto de las líneas aéreas de su país y asimismo corredor de fondo con quien inició el Camino, se le cruzaron un día los cables 'Oye, que me voy, que quiero acabar pronto para ver a mi mujer' y le dejó para hacer más de 60 kilómetros de una tacada, y aquella espinita hizo que él, Carlos, me abandonara a mí porque ya le parecían poco los 40 kilómetros que veníamos haciendo por jornada. 'No dejes nunca de llevar ese paraguas', le pedí al separarnos, 'Lo llevaré' me dijo, y sin duda lo cumplió, que hasta el final tuve buen tiempo.
Y, además, de Michel, francés de Mont-de-Marsan que va huyendo de los xx años a los que yo voy lanzado, con tres cuartos de corazón que el otro se lo llevó un infarto y que aun así camina mucho y bien con pasos cortos, rápidos y sostenidos; colega mío intermitente entre Vega de Valcárcel, en las puertas de Galicia, y Compostela, veterano del Camino que ha hecho completo en dos ocasiones anteriores. Con Michel converso en infinitivos, a lo indio. 'Tú caminar deprisa', le digo. 'Yo ir tranquilo, eh, tranquilo' me contesta. Le retruco: 'Sí, sí, tú ir tranquilo pero llegar justo detrás de mí que no haber ido tranquilo sino a toda marcha y con la lengua fuera'. Él, remacha: 'Aña pasada caminar más; aña pasada no problemas, ahora tener un poco dolor pies'. Michel me parece astuto y dudo que no pudiese hablar mejor el español de proponérselo; en Santiago callejeamos por las rúas próximas a la catedral haciendo tiempo para la misa de peregrinos de las doce; buscamos sin prisa donde poder comprar algún regalo: quiere llevar de vuelta azabache montado en oro, yo lo mismo montado en plata. Abundan los comercios. 'Joyería buena' dice ante un lujoso escaparate, 'Eso, bisutería', ante el que la exhibe, 'Pero eso ser quincallería', afirma ante un tercer escaparate atiborrado de toda clase de muestras santiaguistas en falsa plata y auténtica hojalata: apóstoles, vieiras, botafumeiros… 'De Taiwan', apostilla socarrón. Le miro con sospecha que con tanta finura léxica sus 'aña pasada' me suenan menos verdaderas. Hacemos juntos la última comida y nos despedimos con afecto que yo sigo a Finisterre y él se vuelve a Francia.
De otros peregrinos, sólo un trazo: del hombrecito que subiendo penosamente el Poio advierte que le doy rápido alcance y con animoso disimulo se pone a silbar, medio asfixiado; del vallisoletano que caminando ya en la primera jornada no rápido, acelerado, como se le dijera que aún quedaban muchos días por delante, contesta jactancioso: 'Es que si ando más despacio, me fatigo' y que cuando a poco iba quedándose fuera del grupo por no poder sostener su paso, pontifica: 'El caminar es como el comer; debe ser lento para que aproveche'; de la Reme y Luis, hospitaleros[7] aragoneses que están abriendo con dificultad un ramal del Camino jacobeo por su tierra, esta Reme que asegura no ser necesaria preparación alguna para caminar centenares de kilómetros y cita con lógica mostrenca, como prueba, a una alpinista que tuvo la desgracia de luxarse un tobillo a poco de salir de Roncesvalles 'a pesar de estar muy preparada'; y del corajudo peregrino que con los pies totalmente llagados compra unas muletas e intenta seguir, inútilmente, hasta curarlos; y del roncador horrísono, persistente negador de la espantosa molestia que origina; y de la coqueta acicalada y vestida de boutique en los descansos del albergue como si estuviese en una fiesta; y del desconsiderado que pretende acomodarlo todo a su propia conveniencia; y del parásito que no robando nada se queda remolón el último en todos los refugios y con lo que olvidan los demás va haciendo su propio avío, y de tantos otros especímenes de la humana fauna peregrina. Aunque, para qué seguir; dejémoslo aquí, así, que parece suficiente.
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[6] André Maurois en 'Jean Prevost'.
[7] Hospitalero u hospitalera es la persona que atiende el albergue de peregrinos, por lo general de forma voluntaria y altruista.
Quiero yo, por contra, escribir de camaradas de la ruta jacobea sacados del anónimo peregrinar. De José Ramón, leonés, compañero de Roncesvalles a Estella donde se rindió exhausto, industrial todavía joven retirado de los negocios por decisión propia, con inquietudes literarias y amante del siglo XVIII español y de la ingeniería militar. Entrando en Pamplona me decía señalando una torrecilla en las murallas: 'Mira, eso es una barbacana, para defender la puerta ¿sabes?', y, enseguida, 'Y eso un glacis, esa explanada limpia y sin obstáculos para impedir que se acerquen a cubierto los posibles atacantes', y luego dirigiendo su bordón[5] hacia un saliente en el lienzo pétreo, 'Es un baluarte, obra fortificada pentagonal; observa que está precisamente donde se juntan dos muros o cortinas'. Cuando pisamos los restos de calzada romana que se conservan en Cirauqui, le digo: 'Los romanos crearon un imperio que duró mil años porque fueron sobre todo grandes constructores de puentes y calzadas. César era pontifex maximus, el constructor de puentes'; me mira y dice: 'Eso está muy bien', y yo añado que esa cita no es de mi cosecha, que la espigué en André Maurois[6]. Sintió no haber escuchado conmigo al coro de un college norteamericano que interpretó espirituales negros y jazz aquella tardenoche tras la misa de las ocho en la iglesia de San Cernín, al pie del aposentamiento, pero es que aun fatigado y dolorido como estaba había ido a estudiar fortificaciones navarras, justamente del siglo XVIII. Cortés, amable, algo excéntrico, una mínima diferencia de criterio en comentarios sobre literatura tuvimos en esos días: a él le gusta la obra de Camilo José Cela y a mí no me entusiasma nada.
Escribo de la joven brasileña innominada, ojos hondos y tristes, desvalida, que a la salida de Zubiri estaba en un sendero resbaladizo y encharcado pisando el barro como de puntillas, melindrosa, sin apoyo, 'Debiera salir de aquí y tomar la carretera que ya está seca', le dijimos, 'Y no ir sola, y llevar un palo o bordón para apoyarse'. '¿Un bordón? ¿Aquí lo venden?' nos dijo modosa y obediente en mitad de aquella senda; pobre muchacha a la que vi algún día después en el refugio burgalés arrebujada en su litera, enfebrecida, a donde debía haber llegado Dios sabía cómo dado su estado.
Y de la alemana de Dresde a la que acompañé unos pocos kilómetros entre Navarrete y Nájera, última y casi descolgada componente de la peregrina procesión que desfilaba ante mí sentado al sol en un ribazo; madura, muy forrada de anorak, muy tocada de sombrero, muy cruzada de correas mochileras me admitió a su lado con alguna indiferencia; no hablaba ni palabra de español y yo hablo igual el alemán; por señas me solicitaba el nombre en castellano de los árboles, arbustos y yerbajos que ornaban el camino: 'Chopo', le digo, y señalo con el palo uno esmirriado. 'Soopo', pronuncia ella sonriente. 'Cerezo', digo yo, 'Zegueso', dice ella; 'Ortiga', y ella, algo parecido. 'Margarita', indico displicente señalando lo que a mí me parece una muy hermosa. 'No, no, maggaguita, no' dice alborotada. Y tiene razón, aunque yo no sé qué flor es aquella que la alemana me nombra en su germánica habla. Y así queda la cosa. Llegamos al casco viejo de la villa y ella me da a entender que quiere ver los inevitables monumentos: Santa María la Real con su claustro de los Caballeros, etc. etc., que a mí, entonces, me interesan poco, que los tengo ya vistos y me urge hacer los 20 kilómetros que llevan a Santo Domingo de la Calzada donde me esperan familiares y recuerdos de niñez y adolescencia. Cuando le hago saber que me voy, hace un gesto mezcla de despecho y de desprecio; pues qué se le va a hacer, también esto es Camino, un conocer y olvidar continuos, frustrantes y entristecedores y que sin embargo liberan y enaltecen.
Y escribo de Carlos, maratoniano aficionado de Guadalajara con quien caminé de Carrión de los Condes hasta Astorga, andarín fuerte y duro, incansable y en aquellos días bonancibles con un absurdo paraguas tipo inglés sobresaliendo en la mochila porque, decía, 'Allí en invierno llueve mucho y yo, cuando voy a pie a nuestra finca, siempre lo llevo; lo prefiero a un chubasquero'. Como seguía sin llover, pensó en tirarlo, y yo se lo impedí pues sabía que no íbamos a tener lluvia mientras portara ese paraguas; él, que tenía una espina clavada muy hondo porque al Mexicano (no supe su nombre propio) piloto de las líneas aéreas de su país y asimismo corredor de fondo con quien inició el Camino, se le cruzaron un día los cables 'Oye, que me voy, que quiero acabar pronto para ver a mi mujer' y le dejó para hacer más de 60 kilómetros de una tacada, y aquella espinita hizo que él, Carlos, me abandonara a mí porque ya le parecían poco los 40 kilómetros que veníamos haciendo por jornada. 'No dejes nunca de llevar ese paraguas', le pedí al separarnos, 'Lo llevaré' me dijo, y sin duda lo cumplió, que hasta el final tuve buen tiempo.
Y, además, de Michel, francés de Mont-de-Marsan que va huyendo de los xx años a los que yo voy lanzado, con tres cuartos de corazón que el otro se lo llevó un infarto y que aun así camina mucho y bien con pasos cortos, rápidos y sostenidos; colega mío intermitente entre Vega de Valcárcel, en las puertas de Galicia, y Compostela, veterano del Camino que ha hecho completo en dos ocasiones anteriores. Con Michel converso en infinitivos, a lo indio. 'Tú caminar deprisa', le digo. 'Yo ir tranquilo, eh, tranquilo' me contesta. Le retruco: 'Sí, sí, tú ir tranquilo pero llegar justo detrás de mí que no haber ido tranquilo sino a toda marcha y con la lengua fuera'. Él, remacha: 'Aña pasada caminar más; aña pasada no problemas, ahora tener un poco dolor pies'. Michel me parece astuto y dudo que no pudiese hablar mejor el español de proponérselo; en Santiago callejeamos por las rúas próximas a la catedral haciendo tiempo para la misa de peregrinos de las doce; buscamos sin prisa donde poder comprar algún regalo: quiere llevar de vuelta azabache montado en oro, yo lo mismo montado en plata. Abundan los comercios. 'Joyería buena' dice ante un lujoso escaparate, 'Eso, bisutería', ante el que la exhibe, 'Pero eso ser quincallería', afirma ante un tercer escaparate atiborrado de toda clase de muestras santiaguistas en falsa plata y auténtica hojalata: apóstoles, vieiras, botafumeiros… 'De Taiwan', apostilla socarrón. Le miro con sospecha que con tanta finura léxica sus 'aña pasada' me suenan menos verdaderas. Hacemos juntos la última comida y nos despedimos con afecto que yo sigo a Finisterre y él se vuelve a Francia.
De otros peregrinos, sólo un trazo: del hombrecito que subiendo penosamente el Poio advierte que le doy rápido alcance y con animoso disimulo se pone a silbar, medio asfixiado; del vallisoletano que caminando ya en la primera jornada no rápido, acelerado, como se le dijera que aún quedaban muchos días por delante, contesta jactancioso: 'Es que si ando más despacio, me fatigo' y que cuando a poco iba quedándose fuera del grupo por no poder sostener su paso, pontifica: 'El caminar es como el comer; debe ser lento para que aproveche'; de la Reme y Luis, hospitaleros[7] aragoneses que están abriendo con dificultad un ramal del Camino jacobeo por su tierra, esta Reme que asegura no ser necesaria preparación alguna para caminar centenares de kilómetros y cita con lógica mostrenca, como prueba, a una alpinista que tuvo la desgracia de luxarse un tobillo a poco de salir de Roncesvalles 'a pesar de estar muy preparada'; y del corajudo peregrino que con los pies totalmente llagados compra unas muletas e intenta seguir, inútilmente, hasta curarlos; y del roncador horrísono, persistente negador de la espantosa molestia que origina; y de la coqueta acicalada y vestida de boutique en los descansos del albergue como si estuviese en una fiesta; y del desconsiderado que pretende acomodarlo todo a su propia conveniencia; y del parásito que no robando nada se queda remolón el último en todos los refugios y con lo que olvidan los demás va haciendo su propio avío, y de tantos otros especímenes de la humana fauna peregrina. Aunque, para qué seguir; dejémoslo aquí, así, que parece suficiente.
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[5] Bastón o palo que utiliza el peregrino para apoyo o defensa.
[6] André Maurois en 'Jean Prevost'.
[7] Hospitalero u hospitalera es la persona que atiende el albergue de peregrinos, por lo general de forma voluntaria y altruista.
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