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EN 1959, cuando se fundó ETA, Iker Gallastegi Miñaur tenía treinta y tres años. No le entusiasmaba demasiado el invento, a decir verdad. Ahora, condenado a quince meses de cárcel por jalear a lo que queda del mismo, cuenta ochenta y tres primaveras. Muy a pesar suyo, supongo, se ha convertido en espejo de la decrepitud del independentismo vasco, que es una idea vieja, acabada y aburridísima, por muchos conceptos. ¿Se mata todavía por la independencia de Euskadi? ¿Ha muerto Eduardo Puelles porque sus asesinos aspiraran a construir una Cuba del Cantábrico, independiente y socialista? Ni ellos mismos sabrían organizar semejante disparate, de proponerse en serio convertir sus paparruchas verbales en realidad. El nacionalismo radical es un basurero de perdedores radicales, necios que culpan al mundo tal cual es de sus fracasos intransferibles, pero que son incapaces de articular un chiringuito alternativo, ETA incluida, que funcione sin colapsarse de continuo. No digo que no puedan imaginarse a ellos mismos en su cuarto de hora warholiano, con las televisiones vomitando su imagen durante los noticiarios de mayor audiencia. Bueno, y luego, ¿qué? Veinte años, como en el tango, pudriéndose de asco en las cárceles, en compañía de otros desechos semejantes, añorando las magnas curdas de la herriko taberna. Quizá un titulillo regalado en filología eusquérica o macramé (más improbable en cuanto el modelo de Bolonia se imponga y les exijan prácticas), y quizá, si sobreviven a la depresión, el regreso al barrio, donde se les recibirá con un piscolabis, un ósculo de la Nekane de turno y un discursito plasta de Iker Gallastegi o de alguien por el estilo. Con un poco de suerte, podrían terminar en Belfast, como De Juana Chaos, mangoneando a la bazofia local, pero incluso los adolescentes exterminadores de las escuelas secundarias americanas suelen tener más arrestos y sentido del futuro. Perpetrada la matanza de colegas y profes, se suicidan, y punto.
El terrorismo ha sido vencido, en el País Vasco, por la democracia y por el Estado de Derecho. Coleará todavía, pero, mientras no se caiga en la estupidez de buscar atajos al margen de la legalidad para erradicarlo, no podrá forzar nuevas crisis políticas. Es evidente que, desde ETA, intentarán llevarse de nuevo al nacionalismo vasco, en su conjunto, hacia los huertos supuestamente floridos del frentismo. Esperemos que a Urkullu no se le ocurra deslizarse por ese derrumbadero. Tiene algo de razón el presidente del PNV cuando se queja de que satanicen a su partido con el pretexto del retorno de ETA tras las elecciones. Sin embargo, no la tiene toda. El PNV no es ETA, pero se había acostumbrado a vivir en una cómoda simbiosis con un terrorismo que no le creaba problemas de seguridad y que le garantizaba una sobrerrepresentación. Si algo está claro en el nuevo panorama electoral vasco, es que ese chollo se ha terminado. No sólo porque la mayoría de los vascos no sea ya nacionalista -nunca lo fue-; es que ahora, además, está harta de consentir insultos racistas de la tribu. El que supone presentar a Pachi López como presidente de un gobierno de ocupación, por ejemplo. Que las payasadas rencorosas de ese tipo dan alas a los asesinos de ETA, es indudable, o sea que, si el PNV no quiere que le cuelguen la responsabilidad última de los crímenes terroristas, deberá enfriar su retórica. Y, dicho esto, conste que creo que Urkullu no es Iker Gallastegi ni Alfonso Sastre, pero lo importante es que lo crea él mismo, que ponga orden en el batzoki y que se deje de bromas y de pucheritos.